martes, 4 de febrero de 2014

Hoy, nada nuevo

El bus suele llegar tarde. Me puedo permitir por ello el placer de salir de casa a las 17:20 horas, cuando el autobús debería haber pasado diez minutos antes. Aun y así, el autocar de Plana, como ya es costumbre, tardó cinco minutos más en llegar. Nada nuevo.

Llegó el bus a Tarragona y me bajé en la estación de autobuses. Me dirigí, sin prisa alguna, a El Corte Inglés. Justo antes de entrar en los grandes almacenes, una figura humana provocó mi curiosidad. En una esquina del Carrer del Marqués Guad-El-Jelú, algo alejado de la puerta del centro comercial y fuera del campo de visión de los guardias de seguridad, un hombre se hallaba sentado en el suelo y apoyado en la pared del edificio. Nada nuevo. Al menos a simple vista. No sabría decir por qué, pero no me inspiró compasión alguna. Era un hombre de tez morena y ojos tiznados, que daba sorbos sonoros a un brick de vino, un vino de color rojo intenso, bermejo, que resbalaba por la comisura de sus labios. Parecía un hombre seguro de sí mismo, con un brillo de dignidad en la mirada, aunque con aspecto desaliñado, sucio y cansado. Pasé al interior del edificio, sin ofrecerle la limosna que demandaba, porque no llevaba dinero encima, aunque dudo que si hubiera llevado mi actitud hubiese sido diferente. Me hubiera gustado hablar con él, pero no lo hice. ¿Qué podía decirle yo?

Entré en El Corte Inglés, caminé por las diferentes secciones, a la búsqueda – no del tiempo perdido, si acaso perdiendo el tiempo– de algo que captara mi atención. En vano subí por la sección de cosméticos, crucé la tienda Desigual, sin olvidar el sector de “Ocio y Cultura”, y me detuve en el pequeño rincón dedicado a la literatura, donde prácticamente no había nadie. Nada nuevo, sin duda, en nuestro país. 

Pensando en cómo afrontaría la crónica que ahora escribo, me dirigí a la sección de moda de mujer y después a la de hombre; pronto volví sobre mis pasos, desilusionado por la poca afluencia de gente. Nada podía escribir sobre aquella realidad que contemplaba. Nada sucedía, nada interesante. Aquel mundo no me atraía ni me inspiraba. Cuando pensaba en sobre qué o quién escribir, cuando intentaba vislumbrar algún gesto novedoso, aparecía en mi mente la imagen de aquel hombre de la calle, el vagabundo que bebía vino y ocultaba tras sus ojos negros un poso de dignidad. Decidido a entablar conversación con él y, en el fondo, con la esperanza de hallar por fin un motivo para mi crónica, me dirigí a la puerta de salida. Pero el hombre ya no estaba allí, había desaparecido, tal vez –lo más probable– ahuyentado por los guardias del mismo centro comercial. De esta manera perdí, seguramente, una maravillosa historia que hubiera dado voz a quienes no tienen voz, porque nadie se interesa por ellos. Una vez más, nos vence el silencio. Sin duda, nada nuevo.






Germán García Martorell

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