Los numerosos estudios desarrollados en torno a la figura de Charles Baudelaire han terminado por consensuar ―Walter Benjamin ocupa un papel fundamental en ese argumento― que la obra del poeta parisino supone, al menos en el ámbito artístico, la inauguración de lo que llamamos “modernismo estético”. Sin embargo, es necesario destacar que anteriormente en otros autores como Chateubriand en Memorias de ultratumba (1840) o Pushkin en Eugenio Oneguin (1833) ya circulaba el término “modernidad”.
Félix de Azúa, coincidiendo con Walter Benjamin, plantea la importancia de Baudelaire como el último objeto de la representación artística anterior a la perplejidad que hoy en día sufre el ser humano ante la falta de métodos para juzgar todo aquello relacionado con el arte. Esta perplejidad, según el análisis que Azúa lleva a cabo, se inicia alrededor del 1870 y es consecuencia del progresivo oscurecimiento del arte1, que oculta su significado y cambia la visión del filósofo; que pasa de cuestionarse qué es el arte a preguntarse: ¿es esto arte?2. Así pues, podemos considerar a Baudelaire como el último miembro de una tradición, pero a su vez también como el primero en inaugurar un cambio de paradigma artístico donde los esquemas del Romanticismo o del primer Realismo han quedado caducos. ¿Dónde queda la concepción de la belleza en Baudelaire? ¿Qué lugar ocupa el artista en su poética?3
Ya en “Al lector”, el primer poema de Las flores del Mal (1857), encontramos dos advertencias iniciales del cambio poético que significará la obra de Baudelaire. La voz lírica en el poema se pluraliza y se introduce en el lector, de manera que el discurso fluctúa entre el efecto de monólogo y la alusión directa; se produce una hibridación entre el “yo” poético y el lector en tanto que ambos son sujetos de la modernidad. A su vez, introduce el concepto de spleen o hastío como el peor mal que puede acechar al hombre. De este modo, vemos como la obra del “poeta de la modernidad” se centra en la lucha interna del hombre y oscila entre el dolor y la miseria de la condición humana; es decir el tedio, spleen o ennui. Para Walter Benjamin ─que utiliza un marco interpretativo esencialmente marxista─, en ese momento histórico, de gran multiplicidad de valores y aumento masivo en las industrias técnicas ─abanderadas por la ya sacralizada idea del progreso─, la disolución del “yo” lírico y el tedio en que se ve envuelto el artista moderno responden exclusivamente a causas sociales. Si para Azúa el artista inaugura el momento histórico4, para Benjamin, en cambio, el estilo del artista está determinado por su experiencia social. El filósofo alemán introduce la transformación urbana de Paris, que lleva a cabo Haussman por encargo de Napoleón III, como uno de los motivos principales de la obra de Baudelaire; la poética moderna inicial no será, pues, francesa, sino exclusivamente parisina. Desde esta mirada, la disolución del “yo” es consecuencia de la fusión del artista en la muchedumbre urbana; y el tedio aparece porque, por vez primera, el ocio cobra un lugar importante en la sociedad.
Es en este contexto, con la aparición de los grandes bulevares que hoy caracterizan la capital francesa, que se produce la apertura de los barrios más humildes de la ciudad y el sujeto urbano moderno se ve envuelto en las contradicciones que comporta el capitalismo. Si analizamos el poema en prosa “Los ojos de los pobres” desde el materialismo, se nos muestra la conversión de la ciudad en un gran mostrador de mercancías donde la base proletaria ya no será solamente explotada a nivel productivo, sino también a nivel consumista. Este hecho provocará la iluminación de la realidad oculta de la gran urbe, y será visible para toda la aristocracia parisina. Es por ello que, en este texto, la pareja que observa el bulevar amparada detrás del cristal del café se estremece ante la visión de la familia harapienta que los observa desde el exterior, perpleja ante los lujos del interior del establecimiento. Marshall Berman, filósofo marxista de la Escuela Crítica, sigue la estela de las reflexiones de Benjamin y se pregunta qué es lo que hace que ese encuentro sea tan característicamente moderno ─“¿Qué lo distingue de una multitud de escenas parisienses anteriores de amor y lucha de clases?”(Berman, 1991, 149)─; la diferencia la encontramos, según Berman, únicamente en el bulevar5. De esta manera Berman nos ayuda a completar la mirada que Benjamin ofrece sobre los cambios sociales que supuso la modernidad. Es el bulevar el que provoca la visión de la familia que tortura al narrador y, a su vez, es el bulevar el que provoca que el amor se vuelva mercancía ─los dos amantes son observados desde el exterior a través del cristal─, pierda su inocencia y pueda ser advertido como un privilegio de clase.
En sus estudios materialistas, tanto Berman como Benjamin politizan la obra con una finalidad social y se acercan al autor como consecuencia del momento histórico en el que se encuentra. En este caso, la belleza moderna se convierte en un constructo histórico y el autor toma una posición de denuncia social. Por ello, aquí argumentamos que si bien Baudelaire no podría existir sin su contexto, también es necesario tener en cuenta el diálogo que emprende con toda la tradición anterior para inaugurar una nueva noción del artista y de belleza. De esta manera, la Modernidad y Baudelaire se retroalimentan y crean significado el uno a partir del otro.
En Las flores del mal (1857), El pintor de la vida moderna (1863) y, más adelante, en Mi corazón al desnudo (1864), Baudelaire inaugura esta nueva concepción del artista ─de la cual se desprende su idea de la belleza─ que encontramos íntimamente relacionada con las figuras del flâneur, el dandi y el poeta. El artista debe ser aquel paseante ocioso ─flâneur─ capaz de “darse baños de multitud”6 y que encuentra el placer al elegir su domicilio en el número, en lo ondulante y en el movimiento. De esta manera, el artista se funde con el espacio para captar el instante efímero y transitorio. En el poema “A une pasante” encontramos precisamente un ejemplo de la belleza fugaz que el autor ofrece; no se nos muestra un posible amor que se escapa por culpa de la muchedumbre sino que es gracias a la multitud, solamente en ella, que este tipo de amor puede consumarse. En este poema vemos como, si el tiempo propio del arte clásico o romántico es la eternidad, Baudelaire responde a la tradición con una belleza que no tiene un soporte temporal en el pasado, presente o futuro: es el instante efímero (Azúa, 1991,156). Anula así el ideal artístico como esfera espiritual superior, y es precisamente en este aspecto donde realiza un gesto estético revolucionario, la modernidad poética de Baudelaire no se centra en la exploración de nuevas formas de representación, sino que supone una transformación en la relación misma del sujeto con el tiempo. La belleza de Baudelaire es, entonces, anti-clásica, ya que reclama una renovación constante; pues la vida cotidiana es un movimiento que obliga al artista a una ejecución rápida e inmediata. Esto no puede llevarnos a engaño y entender que la belleza instantánea que expresa Baudelaire sea irracional, sino todo lo contrario, ésta solamente puede surgir tras una intensa reflexión por parte del artista. Es en esta reflexión que las fronteras entre la filosofía, la crítica y arte se volverán difusas y dará lugar a una de las características de la Modernidad; el desafío constante de los límites.
El artista de Baudelaire, decíamos, se relaciona también con la figura del dandi como aquel individuo que está por encima de la moral y es capaz de representar lo irrepresentable; lo que encontramos por ejemplo, en los Paraísos artificiales (1860). Para ilustrar este aspecto del poeta, Roberto Calasso cita, en su obra La Folie de Baudelaire (2011), la valoración crítica que Charles A. Sainte-Beuve hizo sobre la obra del parisino, donde argumenta: “La folie de Baudelaire es un quiosco raro, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso, donde se lee a Poe, donde se recitan sonetos exquisitos, donde nos embriagamos con hachís par después reflexionar sobre ello, donde se toma opio y mil drogas abominables en tazas de porcelana muy fina” (Calasso, 2011, 321). Por otro lado, desde la visión de Benjamin, el dandi se ve reflejado en los textos como aquel individuo que se apropia de la alienación social7 y nos la muestra en poemas como “El vino de los traperos”. Sin embargo, la posición materialista no nos permite alcanzar el sentido de la dualidad que se establece entre el dandi ─un concepto que ha desarrollado más en su obra ensayística que poética─ y la imagen del poeta, que se representa como una voz afligida ─”Spleen LXXV”─ o como aquel que tropieza constantemente ─”El vino de los traperos”─. En el famoso poema “El albatros”, se expone al poeta como un individuo acosado por la sociedad, capaz de lograr la grandeza poética pero, a su vez, siempre ante el peligro de caer al abismo ¿No es en la multitud donde el artista encuentra el placer de elevar lo intrascendente? ¿A qué se debe esta visión conflictiva? La mirada de Jean Starobinski8 sobre el poeta desde una perspectiva psicoanalítica puede iluminar estas dudas. Según Starobinski, el poeta de Baudelaire se caracteriza por la condición bufonesca del hombre ─el bufón encarna al vértigo moral al que está sometido el artista. En su análisis sobre “El viejo saltimbanqui”, la figura del payaso representa el fracaso del poeta y su decadencia silenciosa. El fracaso del saltimbanqui/poeta adquiere una doble visión, si bien es cierto que el propio payaso se aleja solitario, esta resignación es fruto únicamente de la indiferencia de la multitud.
Así pues, a modo de conclusión, decimos que la figura del artista de Baudelaire trabaja mediante la asociación9 de dualidades. Frente a la multitud gozosa, donde el flâneur encuentra cobijo, hallamos a la muchedumbre que se arroga el poder de condenar al poeta. Del mismo modo, ante la figura del dandy ─el individuo con una moral propia, que se utiliza a sí mismo como signo, que se muestra, y en ese mostrarse se distingue de la masa─ vemos la imagen del poeta como un condenado a alejarse a rastras y que, pese a su estado degradado, continúa mostrándose al público en su moderno afán de prostitución; una condena que termina por ser peor que la muerte. Y es precisamente, por esta duplicidad en el sujeto poético, que la belleza efímera en el “modernismo estético” germina atormentada, extraña y torturada.
En sus estudios materialistas, tanto Berman como Benjamin politizan la obra con una finalidad social y se acercan al autor como consecuencia del momento histórico en el que se encuentra. En este caso, la belleza moderna se convierte en un constructo histórico y el autor toma una posición de denuncia social. Por ello, aquí argumentamos que si bien Baudelaire no podría existir sin su contexto, también es necesario tener en cuenta el diálogo que emprende con toda la tradición anterior para inaugurar una nueva noción del artista y de belleza. De esta manera, la Modernidad y Baudelaire se retroalimentan y crean significado el uno a partir del otro.
En Las flores del mal (1857), El pintor de la vida moderna (1863) y, más adelante, en Mi corazón al desnudo (1864), Baudelaire inaugura esta nueva concepción del artista ─de la cual se desprende su idea de la belleza─ que encontramos íntimamente relacionada con las figuras del flâneur, el dandi y el poeta. El artista debe ser aquel paseante ocioso ─flâneur─ capaz de “darse baños de multitud”6 y que encuentra el placer al elegir su domicilio en el número, en lo ondulante y en el movimiento. De esta manera, el artista se funde con el espacio para captar el instante efímero y transitorio. En el poema “A une pasante” encontramos precisamente un ejemplo de la belleza fugaz que el autor ofrece; no se nos muestra un posible amor que se escapa por culpa de la muchedumbre sino que es gracias a la multitud, solamente en ella, que este tipo de amor puede consumarse. En este poema vemos como, si el tiempo propio del arte clásico o romántico es la eternidad, Baudelaire responde a la tradición con una belleza que no tiene un soporte temporal en el pasado, presente o futuro: es el instante efímero (Azúa, 1991,156). Anula así el ideal artístico como esfera espiritual superior, y es precisamente en este aspecto donde realiza un gesto estético revolucionario, la modernidad poética de Baudelaire no se centra en la exploración de nuevas formas de representación, sino que supone una transformación en la relación misma del sujeto con el tiempo. La belleza de Baudelaire es, entonces, anti-clásica, ya que reclama una renovación constante; pues la vida cotidiana es un movimiento que obliga al artista a una ejecución rápida e inmediata. Esto no puede llevarnos a engaño y entender que la belleza instantánea que expresa Baudelaire sea irracional, sino todo lo contrario, ésta solamente puede surgir tras una intensa reflexión por parte del artista. Es en esta reflexión que las fronteras entre la filosofía, la crítica y arte se volverán difusas y dará lugar a una de las características de la Modernidad; el desafío constante de los límites.
El artista de Baudelaire, decíamos, se relaciona también con la figura del dandi como aquel individuo que está por encima de la moral y es capaz de representar lo irrepresentable; lo que encontramos por ejemplo, en los Paraísos artificiales (1860). Para ilustrar este aspecto del poeta, Roberto Calasso cita, en su obra La Folie de Baudelaire (2011), la valoración crítica que Charles A. Sainte-Beuve hizo sobre la obra del parisino, donde argumenta: “La folie de Baudelaire es un quiosco raro, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso, donde se lee a Poe, donde se recitan sonetos exquisitos, donde nos embriagamos con hachís par después reflexionar sobre ello, donde se toma opio y mil drogas abominables en tazas de porcelana muy fina” (Calasso, 2011, 321). Por otro lado, desde la visión de Benjamin, el dandi se ve reflejado en los textos como aquel individuo que se apropia de la alienación social7 y nos la muestra en poemas como “El vino de los traperos”. Sin embargo, la posición materialista no nos permite alcanzar el sentido de la dualidad que se establece entre el dandi ─un concepto que ha desarrollado más en su obra ensayística que poética─ y la imagen del poeta, que se representa como una voz afligida ─”Spleen LXXV”─ o como aquel que tropieza constantemente ─”El vino de los traperos”─. En el famoso poema “El albatros”, se expone al poeta como un individuo acosado por la sociedad, capaz de lograr la grandeza poética pero, a su vez, siempre ante el peligro de caer al abismo ¿No es en la multitud donde el artista encuentra el placer de elevar lo intrascendente? ¿A qué se debe esta visión conflictiva? La mirada de Jean Starobinski8 sobre el poeta desde una perspectiva psicoanalítica puede iluminar estas dudas. Según Starobinski, el poeta de Baudelaire se caracteriza por la condición bufonesca del hombre ─el bufón encarna al vértigo moral al que está sometido el artista. En su análisis sobre “El viejo saltimbanqui”, la figura del payaso representa el fracaso del poeta y su decadencia silenciosa. El fracaso del saltimbanqui/poeta adquiere una doble visión, si bien es cierto que el propio payaso se aleja solitario, esta resignación es fruto únicamente de la indiferencia de la multitud.
Así pues, a modo de conclusión, decimos que la figura del artista de Baudelaire trabaja mediante la asociación9 de dualidades. Frente a la multitud gozosa, donde el flâneur encuentra cobijo, hallamos a la muchedumbre que se arroga el poder de condenar al poeta. Del mismo modo, ante la figura del dandy ─el individuo con una moral propia, que se utiliza a sí mismo como signo, que se muestra, y en ese mostrarse se distingue de la masa─ vemos la imagen del poeta como un condenado a alejarse a rastras y que, pese a su estado degradado, continúa mostrándose al público en su moderno afán de prostitución; una condena que termina por ser peor que la muerte. Y es precisamente, por esta duplicidad en el sujeto poético, que la belleza efímera en el “modernismo estético” germina atormentada, extraña y torturada.
Germán García Martorell
Índice
1.- En esta línea de argumentación podríamos remontarnos a Hegel en su obra Lecciones sobre estética (1842), donde planteaba ya que el arte, a partir del siglo XVIII, exige para sí un mayor proceso de reflexión que es consecuencia de la pérdida de la representación de una visión del mundo compartida.
2.- Vilar, Gerard. El arte como pasado: Hegel y la primera crisis dentro de Desartización. Paradojas del arte sin fin, Ediciones Universidad Salamanca, Salamanca, 2010.
3.- Ya en el momento de introducir los propósitos de este trabajo veo necesario destacar la problemática del mismo, pues tenemos el propósito de responder a nuestros interrogantes y acercarnos al texto de manera crítica, siendo conscientes de que toda obra es irreductible a un sentido. No obstante, buscaremos establecer la mayor polifonía de fuentes posible con el fin de “engendrar” cierto sentido de la obra de Baudelaire.
4.- Félix de Azúa, en Baudelaire. El artista de la vida moderna (1991, 37) afirma: “Mientras otros inventaban la fotografía, Baudelaire inventaba la modernidad. A él le debemos la transformación semántica de la palabra y su acepción estética. Y si le debemos la palabra, con toda seguridad le debemos la cosa”.
5.- Es necesario, como apunte, destacar la diferencia en la concepción del bulevar entre Benjamin y Bermann. Bejamin al leer a Baudelaire parte de la perspectiva engelsiana y concibe a Hausman como un constructor estratega burgués que destruye los “pasajes” parisinos para convertirlos en grandes avenidas; en cambio, Berman se refiere a Haussman como un constructor de espacios públicos, lo reivindica como el creador de una “ciudad de paseantes”.
6.- Expresión recogida del texto “Muchedumbres” dentro de Le Spleen de París (1869).
7.- El concepto del dandi comporta en sí mismo un estilo de vida concreto, eleva su propia vida a un objeto estético. Para Benjamin, el dandi consiste en la idea de que el hombre cuanto más consciente sea de su carácter de mercancía en el nuevo mundo ─en tanto fuerza de trabajo─ menos se sentirá como tal. Marx afirma que el concepto de mercancía no explica una característica del objeto, sino su función dentro de un sistema, es decir, se elimina su singularidad; Baudelaire, mediante el juego alegórico, devuelve esa singularidad al objeto en su estética. El dandi, en este sentido, se relaciona con la mercadería para tener una experiencia diferente con la misma. Por otro lado, Azúa piensa que el dandi se desmarca de la masa mecanizada, “son artistas de sí mismos, asumen el nihilismo y lo devuelven a la masa nihilista inconsciente, y no hay necesidad de que este proceso tenga su causa en el mercado”.
8.- Starobinski, Jean. Retrato del artista como saltimbanqui. Madrid, Abada, 2007.
9.- Factor que podemos relacionar con la imagen simbolista del poeta como aquel que “descifra” mediante asociaciones un mundo desestructurado. Uno de los primeros poemas que Jean Moréas, en su manifiesto de 1886, reclamará como simbolista es “Correspondencias” de Baudelaire. Sin embargo, es necesario diferenciar ─aunque no son excluyentes una de la otra─ entre las correspondencias o analogías simbolistas, que adoptan el aspecto literario de figuras retóricas como la sinestesia, y las asociaciones que hemos nombrado, más enfocadas hacia la relación entre conceptos (Raymond, 1983).
Bibliografía
- Adorno. Theodor W. Crítica cultural y sociedad, Ediciones Ariel, Barcelona 1970.
- Azúa, Féliz de. Baudelaire y el artista de la vida moderna, Anagrama, Barcelona, 1999.
- Baudelaire, Charles. Las flores del mal, Planeta, Barcelona, 1984.
- Baudelaire, Charles, Le fleurs du mal, Librairie Générale Française, París, 1999.
- Baudelaire, Charles, Le spleen de París, Gallimard, 2006.
- Benjamin, Walter. Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 1972.
- Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Siglo XXI, Madrid, 1991.
- Calasso, Roberto. La Folie de Baudelaire, Anagrama, Madrid. 2011.
- Hegel, G.W.F., Lliçons sobre l’estètica (selecció), Edicions 62, Barcelona, 2001.
- Raymond, Marcel, De Baudelaire al surrealismo, F.E.C, Madrid, 1983.
- Starobinski, Jean. Retrato del artista como saltimbanqui, Madrid, Abada, 2007.
- Vilar, Gerard. Desartización. Paradojas del arte sin fin, Ediciones Universidad Salamanca, Salamanca, 2010.